La mujer del velo

Una calurosa mañana de julio del verano que hace pocos días nos abandonó, fui testigo de un hecho que hizo que me preocupara en saber dónde había dejado el ser humano olvidada su humanidad.
Ese día había sido detenida en Arrecife -capital de Lanzarote- una mujer de nacionalidad española, convertida al islam tras contraer matrimonio con su marido- acusada de captar niñas para enviarlas a Siria y que allí pertenecieran a la Yihad. Varios policías nacionales entraban en la casa para sacar a la terrorista y otros muchos se quedaron durante horas en el inmueble, registrándolo con el fin de encontrar más pistas sobre el caso.
Pese a mi sorpresa, al no estar acostumbrada a presenciar situaciones como esta, seguí haciendo recados con mi madre toda la mañana. A las doce del mediodía por fin íbamos a terminar, solo quedaba hacer la compra. Y fue entonces cuando conocí a una de las personas por las que más pena he sentido y que me hizo reflexionar acerca de la cuestión que planteaba al principio. Se trata de un joven de origen canario, de aproximadamente 19 años de edad y que por su manera de hablar y actuar parecía no haber conocido jamás el significado de la palabra respeto o educación. El chico se encontraba en el supermercado con dos amigos que, a juzgar por su comportamiento, parecían ser sus secuaces. Uno de ellos era bajito y regordete, el otro alto, delgado, y pagando la factura que la pubertad suele dejar en los adolescentes. Los tres deambulaban por los pasillos buscando algo con lo que divertirse.
De pronto, en la sección de la fruta, parecieron encontrar algo que les divertiría durante toda su estancia en el supermercado, pues sus risas y alegría eran equiparables a las de Colón cuando descubrió América. Se habían cruzado con una mujer de origen musulmán -cubierta con el característico velo dejando entrever únicamente sus ojos, su nariz y su boca- que tranquilamente hacía la compra acompañada por su hija pequeña de aproximadamente 7 años de edad. Fue entonces cuando el líder de la manada de salvajes que describía previamente se colocó detrás de ella y empezó a simular una detención y a representar a soldados disparando armas y lanzando bombas. Ella ni siquiera se daba cuenta. Sin embargo, mi madre y yo, furiosas, presenciamos todo el teatro que ese niño había montado con la única finalidad de hacer reír al dúo sacapuntas que le seguía.
¿Es posible que sigan existiendo personas que juzgan a otras por algo tan insignificante como proceder de otro país? Al parecer sí, y este es solo un ejemplo anecdótico que una simple estudiante de periodismo presenció y quiso contar en cuanto tuvo la oportunidad de encontrarse ante una página en blanco. Sin embargo, los prejuicios de las personas se encuentran a años luz de lo que podemos llegar a imaginar. Sin darnos cuenta somos protagonistas de un mundo sin sentido en el que europeos critican a musulmanes por cubrirse con un velo, cuando el mundo occidental está repleto de personas escondidas detrás de máscaras y de intercambios por debajo de la mesa; participantes de un mundo en el que te preguntan qué opinas sobre la diversidad sexual como si pudiesen existir diversas opiniones sobre algo tan esencial como es el amor entre las personas; de una sociedad en la que sentimos mucha pena por un animal abandonado en medio de la calle pero miramos por encima del hombro a aquel hombre que te ayuda a aparcar tu coche de último modelo para llevarse algo de dinero.
Podría seguir poniendo ejemplos hasta aburrir, pero esta página en blanco se me acaba, y hay un mundo ahí fuera pidiendo que le ayude.
NATALIA G. VARGAS

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